¿Me conoces, mascarita?

Llega Febrero, los cumpleaños de mis hijos (Víctor se hará en 15 días mayor de edad. Sólo de pensarlo, me da vértigo) y los carnavales. Ante la propuesta de colaborara con Mass Cultura, recordé lo importantes que han sido estas fiestas en mi vida. Me puse romántica al rememorar la historia de amor de mis padres, que se conocieron precisamente en un baile de máscaras. Todo lo que cuento es real y espero que a mi madre le haga ilusión verlo impreso





Eras los grises y escasos 50. El obispo Pildáin, un vasco que vivió y sintió Canarias durante décadas, marcaba las pautas morales de aquellos años de nacional catolicismo. Cuentan que tenía una especial animadversión hacia todo lo que oliera a carnaval, que por aquel entonces se enmascaraba en las denominadas Fiestas de Invierno y que se circunscribía a los bailes de máscaras que se celebraban en las distintas sociedades recreativas de las islas. Tanta fuerza debía de tener este espíritu transgresor nuestro, que ni las prohibiciones, ni siquiera la amenaza del cuartelillo, pudieron con él. Tal es así, que nada más morir el dictador, explosionó con una fuerza inusitada tomando las calles y convirtiéndose en una seña de identidad que hemos exportado al mundo. Ella tuvo que conformarse con aquella contención. Cuando llegaban las fechas, que se establecían hasta el miércoles de ceniza que inauguraba la Cuaresma previa a la Semana Santa, las hermanas Serrano ya tenían listas las vestimentas que las transformarían ese año. Como eran jóvenes y guapas, disfrutaban cambiándose varias veces a lo largo de la noche para despistar a los pretendientes que deseaban, en momentos como aquellos, aprovechar la identidad oculta para apretar un poco más la cintura, o lo que fuese menester. Había una premisa irrenunciable que hoy casi hemos olvidado: se trataba de sepultar nuestro DNI, por lo que cualquier disfraz requería tapar todo lo que nos hiciera reconocibles. Lo divertido era encontrarte con los viejos amigos de tu padre, con las vecinas de toda la vida y hasta con las autoridades locales y desconcertarlas. La más atrevida de ellas, mi madre, era de las más solicitadas en los bailes de máscaras de aquella época. Sólo era obligatorio mostrar el rostro a los pacientes conserjes que confirmaban, con resignación, que la hija de D. César no se perdía una. La frase más popular: ¿Me conoces, mascarita? Circulaba por los salones, mientras el pianista tocaba en directo. Bailaba un marinero con un príncipe turco, una gatita con un corsario, una sábana fantasmal con otra sábana más fantasmal todavía. Prácticamente todos se conocían en sus vidas cotidianas, pero aquellas reuniones le daban un toque de pimienta a la sociedad provinciana y llena de prejuicios en la que ellos se enamoraron perdidamente. Nunca, jamás, la chica más popular de la fiesta daba a conocer su identidad. Eso le permitía danzar con muchos y tontear con más. Era 19 de Febrero y él llevaba unos meses viviendo en la pensión de La Marina. Ella lo había visto pasear Triana arriba con su traje elegante, su bigote recortado y ese aire cosmopolita que traían los que venían de fuera. De momento, ya tenía mucho mundo en su mirada de treinteañero fumador. Había un tiempo en que salía con ella uno de sus colegas catalanes, hasta que el hechizo de una noche de carnaval hizo el resto. Ellos, cazadores de chicas lindas, pero fue ella quién seleccionó a su presa. Empezó bromeando, le daba datos de sus correrías, conocía sus itinerarios, nombraba a sus amigos... Y sonó “Noche de Ronda”. Las parejas variopintas salieron a la pista. Cuando el probó su torso y apretó fuerte, ya no se soltaron. Se sucedieron las melodías, se miraron a los ojos y surgió el flechazo (así me lo contaron una y otra vez, como si el fogonazo hubiera sido real). Al acabar la velada, ella, por primera vez, se quitó su máscara y le susurró su auténtico nombre. El observó lo acertado de su elección. Nunca dejaron de verse hasta el final y es curioso que en aquella noche de fuegos artificiales, empezara mi propia historia. Pudieron casarse justo tres años después. Era martes, por supuesto 19 de Febrero, y se citaron en la iglesia a las 9 de la mañana, casi sin invitados ni disfraces de los novios al uso, ella con bailarinas planas para ajustar su altura a la del hombre de su vida. El color gris marengo de su vestido, contrastaba con el rojo pasión de su corazón. Los hijos tardaron en llegar y fuimos bautizadas en ese espíritu carnavalero que impregnó nuestra existencia. Famosas eran nuestras fiestas de disfraces cada cumpleaños, cómo mi padre, siendo tan machote, se travestía de mujer fatal con las ropas exuberantes de mi madre. No nos perdíamos ninguna Gala de la Reina (aunque a veces resultaban soporíferas) y vimos como se rescataban las fiestas para la ciudadanía que se transformaba sin pudor en todo lo que quiso ser y no pudo. Bailé, sudé y amé en los mogollones y también dando vueltas al entorno de El Almacén. Mis hijos, mi sobrina y mi hermana nacieron en Febrero y el resto como consecuencia de los efluvios del ron y del exceso de purpurina. Presenté a las murgas, retransmití todas las cabalgatas y me vestí de clown, de Marilyn, de obrero de la construcción, de romana...
Su aniversario es sagrado, y lograron prender en mí la llama de su pasión. Seré para mis nietos testigo de su época. Les contaré una y otra vez como se conocieron, les pintaré la cara y les enseñaré la frase ¿Me conoces, mascarita?

Nuria Magrans para Mass Cultura Enero 2010

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