EL ELIXIR DE LOS SENTIDOS

Cuelgo aquí uno de los textos con el que disfruté enormemente, en todos los sentidos je,je. De nuevo el vino como hilo conductor. No me costó ningún esfuerzo dejarme llevar por la embriaguez del momento. Sin duda, estas líneas tienen una dedicatoria especial


Hacía calor. Pero no ese calor pegajoso y asfixiante de los meses de verano, sino esa tibieza revitalizante que te hacía desear que los rayos del sol mordisquearan tu piel. El primer impulso fue estar cerca del mar, sentir su brisa y escuchar sus rumores, pero todavía sin tocar el agua, aún fría en el mes de Abril. Por fin estábamos solos, los niños de campamento, y con toda la jornada por delante para dejarnos llevar antes por las sensaciones que por los sentimientos, que ya estaban asentados ante el deseo infinito de estar el uno junto al otro. Se hacían imprescindibles las gafas de sol y el CD de Pat Metheny, que sonaba en el coche envolviendo el paisaje que nos conducía, entre lava y tuneras, siempre hacia el norte, sólo nosotros dos. En la terraza casi rompían las olas, la sombrilla protegía nuestras cabezas mientras nos relajábamos imaginándonos libres y viviendo así para siempre, pero sin comer perdices. Tan cerca del mar y subiendo la temperatura, nada mejor que optar por una buena vieja sancochada, con su mojito verde y sus papitas, y con su caldo, nos dieron un gofio escaldado coronado con gajitos de cebolla. Para acompañar, el mejor trío posible. Él, yo y un malvasía seco, criado en la negrura del rofe y con la gota de agua arañada al cielo mezquino que gusta de llorar poco sobre la isla. Nuestro espíritu se dispuso a realizar el viaje de los 5 sentidos: la vista nos regalaba el horizonte interminable, sus ojos y una botella que revelaba claramente su paso por la refrigeración. Era altiva, esbelta y en su interior brillaba el vino que estábamos dispuestos a saborear. Al servirlo en la copa ancha y transparente, su amarillo (mas que amarillo, dorado) nos invitó, con su burbujeante sonrisa, a beber el primer trago. ¡Qué sensación en la boca! Deseaba recibir la acidez de su fruta, la ligereza de su graduación, el efecto “Que bien se está aquí”. Al haberse paralizado el tiempo, también sentí su aroma, fresco, vivo, con ganas de entrar en mi nariz y hacerme cosquillas. Junto con él, llegaba también el olor a sal y a humedad, a pescado lavado en la playa, a brisa de primavera. Sus palabras acompañaban al resto de los sonidos: los callaos peleando entre sí, las gaviotas noveleras, el trasiego del camarero y el choque del cristal de la botella con el borde de mi copa, dando permiso ceremonial a nuestro encuentro con el vino ancestral, y mientras lo servía sonaba a fuente menuda al ir entrando, sólo hasta llenarla a la mitad para prepararse ante nuestra inminente fusión total. Mis manos tuvieron el instinto de tocarla, iba con los dedos deteniendo la humedad mientras la abarcaba desde su base. Después, levanté el cristal y lo acerqué a la piel de mi cara. Los primeros sorbos estimularon mi estado de ánimo, relajaron mis arterias, me clarificaron el espejismo de la unión perfecta y primaria con lo que nos rodea, nada me dolía y todo estaba en armonía. Se puso en marcha entonces el maridaje entre el vino y el pescado, entre las papas y el mojo, entre la luz y el mar, entre su conversación y la mía, y todo lo demás dejó de existir. Éramos dueños del tiempo y nunca miramos el reloj, ya se encargó la naturaleza de indicarnos cuando iba llegando la tarde, mientras nuestra botella se quedaba vacía pero nuestros corazones estimulados ante el privilegio de experimentar con todos los sentidos, desnudos ahora del velo que los cubre en la rutinaria vida cotidiana. Fue cuando nos levantamos y decidimos pasear. El viento comenzaba a refrescar la epidermis enrojecida y las olas bravuconas nos llenaban de gotitas de salitre. Estábamos solos y nuestras manos se juntaron, acoplándose como la concha de un molusco y compartiendo la corriente de calor interno que bullía en plena digestión. Comenzaba un nuevo viaje de los sentidos: lo vi tan mío, tan convencido de querernos y con sus ojos brillando como el vino, que tuve la necesidad de acariciarlo, de abrazarlo, y entonces, al inspirar todo su aroma de hombre tierno, ese olor indescriptible pero guardado en mi memoria para siempre, escuché su voz susurrándome al oído. Lo siguiente fue inevitable. Se acercaron nuestras bocas ansiosas por estar pegadas dejando que el instinto jugara a favor. Encontramos el Nirvana, él sabía tanto a malvasía…


Nuria Magrans para Mass Cultura Marzo de 2008

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