quiero ser como Astrid



No sé quien influyó más, si la educación de mis padres, el catolicismo forzoso que me enseñó o la predisposición genética a ser "marisabidilla". Que quieren que les diga ¡Me gusta cumplir las normas!. Así es, aunque en los últimos años pudiera convertirme, ante los ojos atónitos de amigos, conocidos y funcionarios, en la defensora de las causas perdidas.

 Tuve la suerte (trabajada, eso si) de contar con pequeñas atalayas mediáticas que acrecentaron en mí la responsabilidad social de los que hablamos durante horas ante un micrófono. Me sentía escuchada y opinaba con pasión y con respeto. Viví con emoción todo el proceso del cambio siendo adolescente y  destinada como estaba a la lectura diaria de la prensa, confié en la democracia que estrenábamos, hecha de leyes que nos daban derechos y obligaciones a todos, a todos...  Haré una lista resumida de mis defensas personales impregnadas, ahora lo sé, de mi visión idealizada del mundo que soñé una vez:

Creo en el voto de cada uno, creo en el poder de las urnas, creo en el  diálogo como única forma de solución, creo en la honestidad de quienes nos representan, creo en los impuestos justos, creo en la necesidad de hacer cola cuando somos muchos y en la paciencia de esperar para que nos atiendan a todos, creo en las normas escolares, en el calendario de vacunaciones, en la obligación de reciclar, creo en las buenas maneras y en las sonrisas amplias, creo en el entendimiento vecinal, creo en devolver lo que no es mío, creo en ceder el asiento y en ceder el paso, creo en el uso racional de los medicamentos y de los recursos sanitarios. Creo en las papeleras, en los semáforos, en la policía amable y servicial, y creo, mucho, en las normas de tráfico.

Tengo carnet de conducir desde hace casi 30 años, nunca he tenido un accidente, mis coches siempre han tenido su seguro correspondiente y han pagado su impuesto municipal. Llevo chaleco antireflectante, triángulo de seguridad, rueda de repuesto, la ITV perfectamente pasada, nunca hablo por el móvil mientras conduzco y siempre llevo puesto el cinturón de seguridad. Si alguna vez tuve una multa, fue por aparcamiento indebido (no quiero dsiculparme recordando lo caótico que resultaba entonces, previa a la Circunvalación, conducir en una ciudad como Las Palmas de GC).Entoces, como ciudadana ejemplar, hacía cola ante la ventanilla del ayuntamiento para saldar cuanto antes mi deuda.

 Cuando hace 10 años vinimos a vivir y a conducir a Lanzarote, las distancias se nos hicieron cortísimas y nos sorprendía encontrar casi siempre aparcamiento en el mismo centro de Arrecife. Como muchos saben, la fiebre constructiva y especulativa lo trastocó toco. La capital creció sin control y apareció, como en otras ciudades del Archipiélago, el floreciente negocio de los parking, que acogían a los resignados vehículos cansados de dar vueltas por no encontrar el ansiado huequito. También lo entendí, debía primarse la comodidad del peatón para que pudiera realizar mejor sus compras.

Siempre me pareció que en la isla se era poco escrupuloso con el cumplimiento de las normas de tráfico, quizás porque la población era escasa y todos al final se conocían... Me confié. Aparqué una tarde en zona de carga y descarga (en donde he visto maniobrar a cientos de coches con poca pinta de llevar mercancías) e hice unos recados. Tardé en torno a los veinte minutos. Lo sé. No debí hacerlo. Fue el tiempo suficiente para que nuestro coche desapareciera. Sospechamos lo peor. Nos acercamos jadeando hasta la comisaría de la policía local en donde nos confirman que nuestro medio de transporte se lo ha llevado la grúa y que el depósito municipal está a punto de cerrar. Retirarlo de allí nos costará 80 euros y debemos darnos prisa para que pueda abrirnos la puerta un vigilante si queremos recuperar nuestro vehículo y regresar a casa.

 Primero, tuvimos que ir corriendo a un cajero automático, entregar el dinero sin recibo (me indican que puedo pasar a recogerlo en unos días) y nos dirigimos, de nuevo caminando, hasta las lejanas y mal indicadas instalaciones municipales. Cansados y enfadados, arrancamos el coche y alcanzamos el sofá por lo menos una hora más tarde y con unos cuantos euros menos en nuestra digna pero discreta y trasparente cuenta corriente. Meses después, nos llega una notificación con la correspondiente multa: 150 euros. Esta mañana, mansamente, hemos ido a pagar y me acordé de Astrid.

 Ella, que es consejera y abogada y es presidenta del mismo partido político que el alcalde, tuvo que llevarse un soponcio cuando en una noche tan triste, durante el entierro de la sardina, la implacable grúa se llevó su coche, mal estacionado, porque al parecer, había llegado con prisas. Cuentan las crónicas que a ella no se le cobró a cuenta del "interés general" y pudo ahorrarse esas perrillas. Aún así, ¿Le habrá llegado la multa? La duda me reconcome.

En el tema de las creencias, me he vuelto claramente atea...

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